En cierta ocasión, en los
albores de mi etapa en el mundo laboral, me dijo un jefe algo así como que
nadie es imprescindible, pero que tienes que ser (o al menos parecer) necesario.
Si tu función en la empresa no se ve como tal, lo mejor que te puede pasar es
que te cambien de labor; lo peor, que te den la carta de despido. Y es que
nadie, y menos un buen empresario, quiere gastarse dinero en algo que no le sirve para nada, ya sea un trabajador o un
cañón sin agujero (que diría el añorado Gila). Y mucho menos si la situación de
la empresa es crítica.
Viene esto a cuento por el
discurso inane que el día de Nochebuena nos leyó gracias al “pronter”, con
cambios de cámara tan acordados como poco naturales, S.M. el Rey D. Juan Carlos.
Y es que, si desde hace algunos años ya habíamos detectado que la labor que
realizaba era bastante innecesaria por vana, en estos momentos en que la
situación económica sólo es una anécdota temporal comparada con la desintegración
de la nación, resulta repulsiva por inactiva.
Es como el médico al que
vas con un tumor y que tras auscultarte te dice, como de pasada y en menos de 8
minutos, que te cuides el resfriado que traes, que te tienes que abrigar y que
mucho ánimo. Un médico al que, por cierto, le pagas una buena “iguala” anual.
No, Majestad, al menos
desde el 73, con los últimos estertores del régimen franquista, hasta el 81,
con el 23 F, fue o pareció necesario; ahora, ni para posar para una foto parece
que lo necesitemos. Actúe, o deje al Heredero, o deje paso a la República, pero
que desde la Jefatura de Estado se haga, eso que dijo con tanto énfasis: "Política con mayúsculas".